lunes, 5 de noviembre de 2012

Revolución Hispanoamericana



LOS ORÍGENES DE LA INDEPENDENCIA HISPANOAMERICANA.
 Jhon Lynch

España era una metrópoli antigua, pero sin desarrollar. A fines del XVIII, después de tres siglos de dominio imperial, Hispanoamérica aún encontraba en su madre patria un reflejo de sí misma, ya que si las colonias exportaban materias primas, lo mismo hacia España; si las colonias dependían de una marina mercante extranjera, lo mismo sucedía en España; si las colonias eran dominadas por una élite señorial, sin tendencia al ahorro y a la inversión, lo mismo ocurría en España. Pero, por otro lado, las dos economías diferían en una actividad, ya que las colonias producían metales preciosos y la metrópoli no. Sin embargo, a pesar de existir esta excepcional división del trabajo, ésta no beneficiaba directamente a España. He aquí un caso extraño en la historia moderna: una economía colonial dependiente de una metrópoli subdesarrollada.

El imperio español en América descansaba en el equilibrio de poder entre varios grupos: la administración, la Iglesia y la élite local. La soberanía secular estaba reforzada por la de la Iglesia, cuya misión religiosa se apoyaba en el poder jurisdiccional y económico. Pero el mayor poder económico estaba en manos de las élites, propietarios urbanos y rurales que englobaban a una minoría de peninsulares y a un mayor número de criollos. En el siglo XVIII, las oligarquías locales, basadas en importantes intereses territoriales, mineros y mercantiles, y en los estrechos lazos de amistad y de alianza con la burocracia  colonial, con el círculo del virrey y con los jueces de la audiencia, así como en un fuerte sentido de identidad regional, estaban bien establecidas a lo largo de toda América. La debilidad del gobierno real y su necesidad de recursos permitieron a estos grupos desarrollar efectivas formas de resistencia frente al distante gobierno imperial, Se compraban oficios y se realizaban tratos informales.

Los borbones revisaron determinadamente el gobierno imperial, centralizaron el control y modernizaron la burocracia; se crearon nuevos virreinatos y otras unidades administrativas; se designaron nuevos funcionarios, los intendentes y se introdujeron nuevos métodos de gobierno. Estos consistían en parte en planes administrativos y fiscales que implicaban al tiempo una supervisión más estrecha de la población americana. Lo que la metrópoli concibió como un desarrollo racional, las élites locales lo interpretaron como un ataque a los intereses locales.

Los borbones del mismo modo que fortalecieron la administración, debilitaron la Iglesia. En 1767 expulsaron de América a los jesuitas. La expulsión fue un ataque a la parcial independencia que tenían los jesuitas y a la vez una reafirmación del control imperial. A largo plazo, los hispanoamericanos fueron ambivalentes respecto a la expulsión.

Por una parte, los bienes de los jesuitas, expropiados en 1767, sus extensas tierras y sus ricas haciendas, fueron vendidas a la gente más rica de las colonias… Sin embargo, de una forma más inmediata, los hispanoamericanos consideraron la expulsión como un acto de despotismo, un ataque directo contra sus compatriotas y a sus propios países.

El ejército constituía otro foco de poder y privilegios. España no disponía de los medios para mantener grandes guarniciones de tropas peninsulares en América y se apoyaba principalmente en milicias de americanos, reforzadas por unas pocas unidades peninsulares. A partir de 1760, se creó una nueva milicia y la carga de la defensa, le soportaron abiertamente las economías y las tropas de las colonias. Pero, las reformas borbónicas tenían a menudo consecuencias contradictorias para estimular el reclutamiento, se confería a los miembros de la milicia el fuero militar, un estatus que daba a los criollos y hasta cierto punto, incluso a las castas, los privilegios y las inmunidades de que ya disfrutaban los militares españoles, particularmente la protección de una ley militar, en detrimento de la jurisdicción civil.

Al mismo tiempo que limitaban los privilegios en América, los Borbones ejercían un mayor control económico obligando a las economías locales a trabajar directamente para España y enviar a la metrópoli el excedente de producción y los ingresos que durante años se habían retenido en las colonias. Desde la década de 1750, se hicieron grandes esfuerzos para incrementar los ingresos imperiales, sobre todo pasaron dos medidas, por un lado se crearon monopolios sobre un número creciente de mercancías como el tabaco, el aguardiente, la pólvora, la sal, y otros productos de consumo, por otro, el gobierno se hizo cargo de nuevo de la administración directa de las contribuciones, cuyo cobro tradicionalmente, se arrendaba.

Aunque las cargas impositivas, no convertían a sus víctimas necesariamente en revolucionarias ni hacían que exigiera la independencia, engendraban de todos modos un clima de resentimiento y el deseo de establecer cierto grado de autonomía local.

Un pacto colonial de esta clase, hacía que un 80% del valor de las importaciones procedentes de América consistiera en metales preciosos y el resto en materias primas comercializables y por ello no se permitió industrias manufactureras en las colonias, a excepción de los molinos azucareros...
El imperio español continuaba siendo una economía no integrada, en la que la metrópoli trataba con una serie de partes separadas a menudo a costa de la totalidad. El mundo hispánico se caracterizaba por la rivalidad y no por la integración; así existía la oposición de Chile contra Perú, la de Lima contra el Río de la Plata, la de Montevideo contra Buenos Aires, anticipando como colonias las divisiones de las futuras naciones.

El papel de América continuó siendo el mismo: consumir las exportaciones españolas y producir minerales y algunos productos tropicales. En estos términos el comercio libre necesariamente iba ligado al incremento de la dependencia, volviendo a una concepción primitiva de las colonias y a una dura división del trabajo, después de un largo período en que la inercia o quizás el consenso habían permitido cierto grado de desarrollo autónomo. Ahora la afluencia de productos manufacturados perjudicó a las industrias locales, que a menudo eran incapaces de competir con importaciones de menor precio y de mejor calidad.

Todos, los españoles podían ser iguales ante la ley, ya fueran peninsulares o criollos.

Pero la ley no lo era todo. Esencialmente, España desconfiaba de los americanos en puestos de responsabilidad política; los peninsulares aún eran preferidos en los cargos más altos de la burocracia y en el comercio transatlántico. Algunos criollos, propietarios de tierra y quizá de minas, eran los suficientemente ricos como para ser considerados miembros de la élite al lado de los españoles.

Para los criollos, la obtención de una plaza de funcionario constituía una necesidad y no un honor. Ellos no solo deseaban igualdad de oportunidades con los peninsulares o una mayoría de nombramientos, sino que lo deseaban por encima de todo en sus propias regiones, miraban a los criollos de otros países como extranjeros; estos apenas eran mejor recibidos que los peninsulares. Durante la primera mitad del siglo XVIII las necesidades financieras de la corona dieron lugar a la venta de cargos a los criollos, y así su presencia en las audiencias se hizo corriente y a veces predominante…

La conciencia de las diferencias existentes entre criollos y peninsulares se acrecentó con el nuevo imperialismo. Tal como observó Alexander von Humboldt: “el europeo más miserable, sin educación y sin cultivo intelectual, se cree superior a los blancos nacidos en el Nuevo Continente”.

El prejuicio racial creó en los americanos una actitud ambivalente hacia España. Los peninsulares eran blancos puros, aunque fueran pobres inmigrantes. Los americanos eran más o menos blancos, incluso los más ricos eran conscientes de la mezcla racial existente, y estaban preocupados por demostrar su blancura aunque fuera necesario ir a los tribunales. La cuestión racial se complicaba con los aspectos sociales, económicos y culturales, y la supremacía blanca no fue discutida; tras estas barreras defensivas estaban los indios, los mestizos, los negros libres, los mulatos y los esclavos…

Los criollos tenían muchas objeciones frente al régimen colonial, pero eran más de carácter pragmático que ideológico. En última instancia, la amenaza más grande al poder español vino de los intereses americanos y no de las ideas europeas. La distinción puede ser sin embargo irreal. El pensamiento de la Ilustración formaba parte del conjunto de factores que a la vez eran un impulso, un medio y una justificación de la revolución venidera. Si bien la Ilustración no fue una causa aislada de la Independencia, en parte de su historia; proveyó algunas de las ideas que la informaron y constituyó un ingrediente esencial del liberalismo hispanoamericano en el período de la post independencia…

En marzo de 1808 una revolución palaciega obligó a Carlos IV a exonerar a Godoy y a abdicar en favor de su hijo Fernando. Los franceses ocuparon Madrid y Napoleón indujo a Carlos y a Fernando VII a desplazarse a Bayona para discutir. Allí el 5 de mayo de 1808, obligó a ambos a abdicar y al mes siguiente proclamó a José Bonaparte rey de España y de las Indias…

En América estos sucesos crearon una crisis de legitimidad política y de poder. Tradicionalmente la autoridad había estado en manos del rey; las leyes se obedecían porque eran las leyes del rey, pero ahora no había rey a quien obedecer.
Esta situación también planteó la cuestión de la estructura del poder y de su distribución entre los funcionarios imperiales y la clase dominante local. Los criollos tenían que decidir cuál era el mejor medio para preservar  su herencia y mantener su control. La América española, no podía seguir siendo una colonia si no tenía metrópoli,  ni una monarquía si no tenía un rey.

- Para poder armar el tema, escribe cuáles fueron las causas, según Lynch. que provocaron las revoluciones en Hispanoamèrica.

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