jueves, 13 de diciembre de 2012

Fragmentos de algunos capítulos de: "La educación del pueblo" de José Pedro Varela


Material útil para comprender los objetivos de la modernización a nivel educativo. Interesante también para relacionar con el concepto de "sensibilidad civilizada".


CAPITULO I:      Fines de la educación

(…) Desde los más remotos tiempos los animales inferiores han cambiado casi tan poco, como la yerba que crece a sus plantas, o los árboles a cuya sombra se cobijan. — Una generación les basta para realizar todos los progresos de que son susceptibles. La naturaleza los ha provisto con lo necesario para llenar sus necesidades, y al dotarlos del instinto, les ha prestado una fuerza que no parece determinar ningún esfuerzo propio. Admiramos la habilidad de la abeja al construir su panal; pero no podemos olvidar que, en todos los tiempos y los países, todas las abejas construyen un panal, que es siempre idéntico: ni progreso, ni decadencia en el trabajo que se realiza.— Así se explica que haya podido decirse con razón, que «el cocodrilo, nacido de un huevo, incubado en arena caliente, y que no ve jamás a sus padres, se convierte, sin embargo, en un cocodrilo tan perfecto y con tantos conocimientos como cualquier otro». 
(…) No es lo mismo el hombre. Ningún ser en la creación nace más débil, más impotente para auxiliarse a sí mismo, más obligado a recibir, constantemente y durante largo tiempo, los cuidados de la madre: ninguno, tampoco, sufre más grandes transformaciones, según las influencias externas que presiden a su desarrollo. 
(…) Así el hombre es hijo de la educación: débil y desgraciado, cuando ésta, transmitiéndose sólo por el ejemplo, como entre los salvajes, se contenta con enseñarle a satisfacer los apetitos sensuales de la naturaleza física; fuerte y feliz, cuando aprovechando las riquezas atesoradas del saber humano, la educación desarrolla en él las fuerzas físicas, morales e intelectuales, en el sentido de la mayor utilidad y del mayor bien posibles. El hombre es la única criatura que necesita ser educada: una generación educa a la otra, sin que escapen a esa ley de educación universal, ni aun los pueblos y los individuos que se conservan en estado de la mayor ignorancia. El indio salvaje, que se alimenta de caza o de pesca, que tiene por único techo la copa de los árboles del bosque virgen, y que vegeta sin dar satisfacción más que a sus mezquinas y reducidas necesidades físicas, ¿no recibe, acaso, de sus padres o de sus mayores la educación necesaria para obtener la caza o la pesca de que vive? ¿Puede concebirse, acaso, al hombre, absolutamente aislado de los otros hombres sin haber recibido de ellos con la vida, los conocimientos necesarios, por rudimentales que sean para llenar sus más apremiantes necesidades? 
Si esto es exacto, —y verdad tan palmaria, no necesita demostrarse con mayor acopio de razones, — la cuestión de la educación es la más importante de todas aquellas que pueden preocupar el espíritu, ya que de ella depende el presente y el porvenir de la humanidad, que se agitará en esta o en aquella esfera, se lanzará en esta o en aquella vía, según cuales sean los fines que se proponga la educación que ha de formar las nuevas generaciones.

“La educación no significa sólo el saber leer y escribir, ni aun la adquisición de un grado, por considerable que sea, de mera cultura intelectual. Es, en su más alto sentido, un procedimiento que se extiende desde el principio hasta el fin de la existencia”.

 Al través de los diferentes estados de la infancia, de la niñez, de la juventud, de la virilidad, sigue el desarrollo de su naturaleza física, intelectual y moral, ejerciendo sobre él influencia incesante las varias circunstancias de su condición: la salubridad o insalubridad del aire que respira; la clase y suficiencia de alimento y vestidos; el grado en que ejercita su poderes físicos; la libertad de que gozan sus sentidos, o el cómo se les alienta a ejercitarse sobre los objetos externos; la extensión con que hace trabajar sus facultades de recordar, de comparar, de razonar; lo que oye y lo que ve en el hogar; los ejemplos morales de los padres; la disciplina de la escuela; la naturaleza y el grado de sus estudios, recompensas y castigos; las cualidades personales de sus compañeros, las opiniones y prácticas de la sociedad, juvenil y mayor, en la que se agita y el carácter de las instituciones públicas bajo cuyo imperio vive.

 En sentido menos vasto es forzoso considerar la educación, cuando se observa en sus relaciones con la escuela, y ésta dejará siempre un vacío en la educación general del hombre, por mucho que se perfeccionen sus procederes y por muy grandes que sean los beneficios que de ella se reporten. La familia, primero, debe preparar y vigorizar la enseñanza de la escuela: la sociedad, después, debe desarrollarla y completarla. Asimismo, encarada en sus relaciones con la escuela, en el sentido concreto de la palabra educación (…)
 La menor exigencia que cualquier hombre inteligente tiene hoy en su favor, es que su dominio alcance a la triple naturaleza del hombre: sobre su cuerpo, desarrollándolo, con la observación inteligente y sistemada de aquellas benignas leyes que conservan la salud, dan vigor y prolongan la vida; sobre su inteligencia, vigorizando la mente, enriqueciéndola con conocimiento, y cultivando los gustos, que se alían con la virtud, y también sobre sus facultades morales y religiosas, robusteciendo la conciencia del bien y del deber.

Mucho más arriba que todas las calificaciones especiales para objetos determinados, está la importancia de formar para el bien, para el deber y para el honor la capacidad que es común a toda la humanidad. Las ventajas que pertenecen a todos, tienen mucha más importancia que las peculiaridades de cualquiera que sea.

 Un hombre no está educado hasta que no posee la habilidad de poner, en cualquier emergencia, sus poderes mentales en vigoroso ejercicio, para realizar el objeto que se propone: o, en otras palabras, mientras que no se halla en aptitud de obrar conscientemente en todas las emergencias de su vida. Como regla general, y en cuanto sea posible, debe hacerse que los niños sean sus propios maestros — los descubridores de la verdad — los intérpretes de la Naturaleza — los obreros de la ciencia: ayudarlos, para que se ayuden a sí mismos.

CAPITULO II: La educación destruye los males de la ignorancia

En todas las naciones, y en todas las edades del mundo, la ignorancia, no sólo ha privado a la humanidad de infinitas alegrías, sino que, creándole innumerables infundadas alarmas, ha aumentado, con, ellas, la suma de la miseria humana. En las edades primitivas del mundo, un eclipse total de Sol o de Luna era considerado como signo de temibles calamidades, como si anunciara imprevistas catástrofes, que debieran venir a pesar sobre el universo. Aún hoy tan absurdas opiniones no han desaparecido por completo del espíritu delos hombres ignorantes. Los cometas, también, con sus flamígeras colas, han sido considerados, y lo son aún por muchos, como mensajeros de la venganza divina, que presagian hambre, pestes o inundaciones, la caída de los príncipes o la destrucción de los imperios.

 Esas contribuciones impuestas a la credulidad de los hombres se fundan en los más torpes absurdos y en la más grosera ignorancia de la naturaleza de las cosas: y, sin embargo, aun en medio a la luz que la ciencia de este siglo ha derramado en el mundo, los astrólogos encuentran quienes crean en ellos, en los principales centros de población europeos, y entre nosotros, si no los astrólogos, los adivinos, que por decenas practican su engañosa ciencia, están probando, de la manera más evidente, que también en Montevideo, y mucho más en el resto de la República, se conservan vivas las preocupaciones que han martirizado la existencia de los pueblos primitivos. Casi todos los fenómenos atmosféricos que no se producen constante y regularmente, han sido considerados como signos nefastos, por más que bajo muy distinto aspecto los observe la ciencia. 

En Montevideo, en las capas inferiores de la sociedad, y fuera de él, en la gran mayoría de los habitantes de nuestra campana, ¿no viven aún robustas las preocupaciones y los pueriles temores que torturan la vida de los ignorantes? Todavía hoy, los aparecidos aterrorizan a cada paso a los ignorantes pobladores de nuestra campaña: loa más decididos y los más valientes no se animan a atravesar, de noche, los lugares donde se hallan los restos de algún ser humano, viendo en las fosforescencias producidas por los gases, que se escapan del cuerpo en descomposición, las ánimas, las viudas, que persiguen al audaz que se atreve a turbar con su pasada el tranquilo reposo de los muertos. A menudo las enfermedades físicas de los seres humanos o de los animales, la pérdida de la cosecha, la destrucción de los árboles, y todas las desgracias que afligen a una familia, se atribuyen a la malevolencia de alguno de esos seres que, estando en relación con el espíritu maligno, tienen la facultad de causar el mal de ojo.
El grito de la lechuza hace temblara los más fuertes y oprime el corazón de las madres, que ven en él el anuncio de la muerte de alguno de los seres queridos que las rodean. Y si estos, y otros infinitos, infundados temores, hijos de la preocupación y de la ignorancia, amargan la vida de los pobladores de nuestra campana, otros temores, no menos absurdos, se encuentran en una no pequeña parte de los habitantes de nuestros pueblos y ciudades (…)

No acabaríamos si fuésemos a mencionar, una por una, todas las preocupaciones absurdas y los infundados temores, que llenan el espíritu y amargan la vida de los ignorantes, así entre nosotros como en todos los pueblos de la Tierra. Lejos de ser inocentes e inofensivas esas supersticiones, tienen a menudo los más deplorables resultados, y es deber de los padres y maestros el tratar de destruirlas. La ignorancia de las leyes y la economía de la Naturaleza, es la fuente principal de todas esas absurdas opiniones. No sólo no encuentran base en la Naturaleza o en la experiencia, sino que se oponen directamente a ambas. Así, en proporción que avanzamos en el conocimiento de las leyes y la economía de la Naturaleza, percibimos claramente su futilidad y lo absurdas que son. Destrúyanse las causas y desaparecerán los efectos. Es la educación la que realiza fácilmente ese trabajo.
 La difusión, pues, de los conocimientos útiles, destruye los males de la ignorancia, males que han causado pesares y desgracias sin cuento a la familia humana.

CAPITULO III: La educación aumenta la fortuna

Parece innegable que, en la realización de un trabajo cualquiera por dos hombres, lo hará mejor y más rápidamente el que sea más educado, es decir, el que tenga menos dificultades que vencer, ya sea por estar familiarizado con aquello que lo ocupe, o ya por conocerlo bien de otro modo (…)
Es por esa razón que la educación es la más valiosa herencia que los padres pueden legar a sus hijos. Los bienes materiales, por cuantiosos que sean; las posiciones sociales por elevadas y seguras que parezcan, son siempre instables y están expuestas a los azares de la fortuna humana. Los únicos que no se pierden jamás, una vez adquiridos, son los que resultan de la educación.
La educación es, pues, fortuna, fortuna que no se pierde, que no se gasta, que produce siempre; capital atesorado, que reditúa constantemente, y que los padres pueden, y deben, legar siempre a sus hijos.

CAPITULO VI: La educación disminuye los crímenes y los vicios

También entre nosotros, como en todas partes, la criminalidad está en relación directa con la ignorancia e inversa con la ilustración del individuo. Las cifras, no hay que dudarlo, serían espantosas y hablarían alto y fuerte, aun a los espíritus más reacios, para convencerlos de que la sociedad oriental está al borde del abismo, y no podrá salvarse de caer en él, si no reacciona contra el deplorable abandono en que ha vivido hasta ahora, con respecto a la educación, 

CAPITULO VII: La educación aumenta la felicidad, la fortuna y el poder de las naciones

Más felices o más previsores que nosotros, la mayor parte de los pueblos civilizados de la Tierra han emprendido ya, de una manera más o menos eficaz, pero decidida y resuelta, el movimiento en favor de la educación, que sólo encuentra aún en la República Oriental partidarios aislados, cuyas fuerzas dispersas son impotentes para vencer las hordas amenazadoras, de la ignorancia.


CAPITULO VIII: La educación en la democracia

Si para el individuo, en todas las zonas, y para todas las sociedades humanas, la educación es cuestión de vital importancia, lo es más, aún, para aquellos pueblos que, como el nuestro, han adoptado la forma de gobierno democrático - republicana. No por ser una verdad de sentido común, es menos cierto que, «en un país donde todos los ciudadanos deben tomar parte en la dirección de los negocios públicos y en que los votos se cuentan sin pesarse, interesa sobremanera ilustrarlos con la inteligencia clara de las graves materias que deben ventilar y del modo competentemente establecido de ejercer los derechos políticos. De aquí dos órdenes de ideas cuya adquisición es indispensable en la vida democrática: un orden de ideas generales, que basten para dar al espíritu un criterio sólido, respecto de las cuestiones sociales y de los mil problemas, cuya eventualidad no puede ser determinada por ninguna inducción: un orden de nociones especiales y prácticas, reducidas al conocimiento de la constitución y de todas las leyes que regulan la libertad política

 (…) Entre nosotros, aun el más oscuro habitante de nuestra campaña, en las agitaciones políticas, en el tumulto de la vida revolucionaria, en los campamentos de la guerra civil, en las elecciones farisaicas de una república, sin republicanos, ha adquirido ideas con respecto a su derecho, que robustecen y desarrollan la tendencia, vaga pero constante, a la independencia, a la libertad que vive y palpita en todos los hombres y que sólo el despotismo puede ahogar por completo
 Para establecer la república, lo primero es formar los republicanos; para crear el gobierno del pueblo, lo primero es despertar, llamar a vida activa, al pueblo mismo: para hacer que la opinión pública sea soberana, lo primero es formar la opinión pública; y todas las grandes necesidades de la democracia, todas las exigencias de la república, sólo tienen un medio posible de realización: educar, educar, siempre educar.

CAPITULO IX: La educación obligatoria

La intervención del poder público es indispensable para dar al pueblo los medios de instruirse. Así lo confirma el hecho constante de que, allí donde el poder público se ha abstenido de dar educación al pueblo, éste ha vegetado en la ignorancia. El esfuerzo individual, el de las corporaciones religiosas o filantrópicas, es impotente para obtener el resultado educacionista que es indispensable para la vida regular de las democracias (…)

El niño tiene también, por su parte, un derecho no menos sagrado: el de ser admitido a los beneficios de una educación conforme a su destino. Es, seguramente, al padre o al tutor que pertenece el proteger el ejercicio de ese derecho del niño; pero, bajo este aspecto, el Estado tiene, igualmente, una tutela que ejercer. Debe velar para que los padres no desconozcan sus obligaciones; debe ayudarlos, y si es necesario, obligarlos a hacer lo que exige el bienestar futuro de sus hijos. Estos no están en estado de protegerse a sí mismos contra los resultados de la imprevisión, de la mala voluntad, o de la ceguedad de sus padres. ¿Dónde irían a refugiarse, si el Estado no les tendiese una mano protectora?

“Pero aquí no sólo está en juego el interés de los hijos: hay también el interés de la sociedad que exige, imperiosamente, que se agote, en cuanto sea posible,
La fuente de los vicios, de la miseria y de los crímenes, que llevan el desorden a su seno. Y esta fuente es, ante todo, la ignorancia y la falta de educación; se, recoge lo que se siembra; y si se tolera, bajo pretexto de los derechos de la autoridad paterna, la especie de homicidio moral  de que los malos padres se hacen responsables respecto a sus hijos, uno debe resignarse, para siempre, a ver crecer el número de los pobres, de los mendigos, de los vagabundos y de los criminales. Así, bajo este aspecto aun, la intervención del Estado está perfectamente justificada.
Ella se resume en el derecho de impedir el abuso, de proteger los intereses legítimos.
Es en este sentido que la instrucción debe ser obligatoria. 

CAPITULO X. La educación gratuita

Por lo demás, la cuestión de la enseñanza gratuita se resuelve fácilmente. ¿Es necesario, para la conservación del orden social y para el juego armónico de las instituciones, la difusión universal de la enseñanza, en las sociedades democráticas y en los países republicanos? ¿Es necesario educar al ciudadano para que pueda desempeñar sus deberes y hacer un uso consciente de su derecho? ¿La educación hace desaparecer las causas de malestar de la sociedad, aminora la miseria, los crímenes y los vicios? Si se contesta afirmativamente a estas preguntas, habrá de reconocerse que la educación como el ejército, como la policía, como la justicia, es un servicio de utilidad pública, que debe ser pagado por la nación: y, a nuestro modo de ver, esto se hace más evidente cuando prevalece el principio de la instrucción obligatoria. El Estado exige de todos los ciudadanos la posesión de ciertos conocimientos, necesarios para el desempeño de la ciudadanía, y, respondiendo a esa exigencia, ofrece, gratuitamente a todos, los medios de educarse. Así, el Estado, junto con la obligación pone el medio de cumplirla: con la instrucción obligatoria, la escuela gratuita

Para el sostenimiento de la escuela gratuita concurren todos los ciudadanos, cualesquiera que sean sus creencias religiosas, ya que a todos alcanza el impuesto, creado con ese fin: dada la instrucción obligatoria, todos los padres están en el deber de educar a sus hijos, o de enviarlos a la escuela pública, sin que se tomen en cuenta las opiniones religiosas del padre para el cumplimiento de esa obligación impuesta en nombre de las conveniencias individuales del niño y de las conveniencias generales de la sociedad. La educación, que da y exige el Estado, no tiene por fin afiliar al niño en esta o en aquella comunión religiosa, sino prepararlo convenientemente, para la vida del ciudadano. Para esto, necesita conocer, sin duda, los principios morales que sirven de fundamento a la sociedad, pero no los dogmas de una religión determinada, puesto que, respetando la libertad de conciencia, como una de las más importantes manifestaciones de la libertad individual, se reconoce en el ciudadano el derecho de profesar las creencias que juzgue verdaderas. Sucede lo mismo con respecto a la política: la escuela no se propone enrolar a los niños en este o aquel de los partidos, sino que les da los conocimientos necesarios para juzgar por sí y alistarse voluntariamente en las filas que conceptúen defensoras de lo justo, de lo bueno
La escuela tiene por fin desarrollar las fuerzas, físicas, morales e intelectuales del niño, dándole conocimientos útiles, desarrollando su inteligencia, preparándolo para la práctica de todas las virtudes y el cumplimiento de todos los deberes sociales. La Iglesia, soberana en su esfera, se reserva la transmisión de las verdades reveladas que constituyen el dogma. De ese modo se armonizan las exigencias del individuo, como ser laico, y las de la sociedad; y las exigencias del individuo, como ser religioso, y las de la Iglesia

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