LOS
ORÍGENES DE LA INDEPENDENCIA HISPANOAMERICANA.
Jhon Lynch
España era una metrópoli antigua, pero sin
desarrollar. A fines del XVIII, después de tres siglos de dominio imperial,
Hispanoamérica aún encontraba en su madre patria un reflejo de sí misma, ya que
si las colonias exportaban materias primas, lo mismo hacia España; si las
colonias dependían de una marina mercante extranjera, lo mismo sucedía en
España; si las colonias eran dominadas por una élite señorial, sin tendencia al
ahorro y a la inversión, lo mismo ocurría en España. Pero, por otro lado, las
dos economías diferían en una actividad, ya que las colonias producían metales
preciosos y la metrópoli no. Sin embargo, a pesar de existir esta excepcional
división del trabajo, ésta no beneficiaba directamente a España. He aquí un
caso extraño en la historia moderna: una
economía colonial dependiente de una metrópoli subdesarrollada.
El imperio español en América descansaba en el
equilibrio de poder entre varios grupos: la administración, la Iglesia y la élite local.
La soberanía secular estaba reforzada por la de la Iglesia , cuya misión
religiosa se apoyaba en el poder jurisdiccional y económico. Pero el mayor
poder económico estaba en manos de las élites, propietarios urbanos y rurales
que englobaban a una minoría de peninsulares y a un mayor número de criollos.
En el siglo XVIII, las oligarquías locales, basadas en importantes intereses
territoriales, mineros y mercantiles, y en los estrechos lazos de amistad y de
alianza con la burocracia colonial, con el círculo del virrey y con los
jueces de la audiencia, así como en un fuerte sentido de identidad regional,
estaban bien establecidas a lo largo de toda América. La debilidad del gobierno
real y su necesidad de recursos permitieron a estos grupos desarrollar
efectivas formas de resistencia frente al distante gobierno imperial, Se
compraban oficios y se realizaban tratos informales.
Los borbones revisaron determinadamente el gobierno
imperial, centralizaron el control y modernizaron la burocracia; se crearon
nuevos virreinatos y otras unidades administrativas; se designaron nuevos
funcionarios, los intendentes y se introdujeron nuevos métodos de gobierno.
Estos consistían en parte en planes administrativos y fiscales que implicaban
al tiempo una supervisión más estrecha de la población americana. Lo que la
metrópoli concibió como un desarrollo racional, las élites locales lo
interpretaron como un ataque a los intereses locales.
Los borbones del mismo modo que fortalecieron la
administración, debilitaron la
Iglesia. En 1767 expulsaron de América a los jesuitas. La expulsión
fue un ataque a la parcial independencia que tenían los jesuitas y a la vez una
reafirmación del control imperial. A largo plazo, los hispanoamericanos fueron
ambivalentes respecto a la expulsión.
Por una parte, los bienes de los jesuitas, expropiados
en 1767, sus extensas tierras y sus ricas haciendas, fueron vendidas a la gente
más rica de las colonias… Sin embargo, de una forma más inmediata, los
hispanoamericanos consideraron la expulsión como un acto de despotismo, un
ataque directo contra sus compatriotas y a sus propios países.
El ejército constituía otro foco de poder y
privilegios. España no disponía de los medios para mantener grandes
guarniciones de tropas peninsulares en América y se apoyaba principalmente en
milicias de americanos, reforzadas por unas pocas unidades peninsulares. A
partir de 1760, se creó una nueva milicia y la carga de la defensa, le
soportaron abiertamente las economías y las tropas de las colonias. Pero, las
reformas borbónicas tenían a menudo consecuencias contradictorias para
estimular el reclutamiento, se confería a los miembros de la milicia el fuero
militar, un estatus que daba a los criollos y hasta cierto punto, incluso a las
castas, los privilegios y las inmunidades de que ya disfrutaban los militares
españoles, particularmente la protección de una ley militar, en detrimento de
la jurisdicción civil.
Al mismo tiempo que limitaban los privilegios en
América, los Borbones ejercían un mayor control económico obligando a las
economías locales a trabajar directamente para España y enviar a la metrópoli
el excedente de producción y los ingresos que durante años se habían retenido
en las colonias. Desde la década de 1750, se hicieron grandes esfuerzos para
incrementar los ingresos imperiales, sobre todo pasaron dos medidas, por un
lado se crearon monopolios sobre un número creciente de mercancías como el
tabaco, el aguardiente, la pólvora, la sal, y otros productos de consumo, por
otro, el gobierno se hizo cargo de nuevo de la administración directa de las
contribuciones, cuyo cobro tradicionalmente, se arrendaba.
Aunque las cargas impositivas, no convertían a sus
víctimas necesariamente en revolucionarias ni hacían que exigiera la
independencia, engendraban de todos modos un clima de resentimiento y el deseo
de establecer cierto grado de autonomía local.
Un pacto colonial de esta clase, hacía que un 80% del
valor de las importaciones procedentes de América consistiera en metales
preciosos y el resto en materias primas comercializables y por ello no se
permitió industrias manufactureras en las colonias, a excepción de los molinos
azucareros...
El imperio español continuaba siendo una economía no
integrada, en la que la metrópoli trataba con una serie de partes separadas a
menudo a costa de la totalidad. El mundo hispánico se caracterizaba por la
rivalidad y no por la integración; así existía la oposición de Chile contra
Perú, la de Lima contra el Río de la
Plata , la de Montevideo contra Buenos Aires, anticipando como
colonias las divisiones de las futuras naciones.
El papel de América continuó siendo el mismo: consumir
las exportaciones españolas y producir minerales y algunos productos
tropicales. En estos términos el comercio libre necesariamente iba ligado al
incremento de la dependencia, volviendo a una concepción primitiva de las
colonias y a una dura división del trabajo, después de un largo período en que
la inercia o quizás el consenso habían permitido cierto grado de desarrollo
autónomo. Ahora la afluencia de productos manufacturados perjudicó a las
industrias locales, que a menudo eran incapaces de competir con importaciones
de menor precio y de mejor calidad.
Todos, los españoles podían ser iguales ante la ley,
ya fueran peninsulares o criollos.
Pero la ley no lo era todo. Esencialmente, España
desconfiaba de los americanos en puestos de responsabilidad política; los
peninsulares aún eran preferidos en los cargos más altos de la burocracia y en
el comercio transatlántico. Algunos criollos, propietarios de tierra y quizá de
minas, eran los suficientemente ricos como para ser considerados miembros de la
élite al lado de los españoles.
Para los criollos, la obtención de una plaza de
funcionario constituía una necesidad y no un honor. Ellos no solo deseaban
igualdad de oportunidades con los peninsulares o una mayoría de nombramientos,
sino que lo deseaban por encima de todo en sus propias regiones, miraban a los
criollos de otros países como extranjeros; estos apenas eran mejor recibidos
que los peninsulares. Durante la primera mitad del siglo XVIII las necesidades
financieras de la corona dieron lugar a la venta de cargos a los criollos, y
así su presencia en las audiencias se hizo corriente y a veces predominante…
La conciencia de las diferencias existentes entre
criollos y peninsulares se acrecentó con el nuevo imperialismo. Tal como
observó Alexander von Humboldt: “el
europeo más miserable, sin educación y sin cultivo intelectual, se cree
superior a los blancos nacidos en el Nuevo Continente”.
El prejuicio racial creó en los americanos una actitud
ambivalente hacia España. Los peninsulares eran blancos puros, aunque fueran
pobres inmigrantes. Los americanos eran más o menos blancos, incluso los más
ricos eran conscientes de la mezcla racial existente, y estaban preocupados por
demostrar su blancura aunque
fuera necesario ir a los tribunales. La cuestión racial se complicaba con los
aspectos sociales, económicos y culturales, y la supremacía blanca no fue
discutida; tras estas barreras defensivas estaban los indios, los mestizos, los
negros libres, los mulatos y los esclavos…
Los criollos tenían muchas objeciones frente al
régimen colonial, pero eran más de carácter pragmático que ideológico. En última
instancia, la amenaza más grande al poder español vino de los intereses
americanos y no de las ideas europeas. La distinción puede ser sin embargo
irreal. El pensamiento de la
Ilustración formaba parte del conjunto de factores que a la
vez eran un impulso, un medio y una justificación de la revolución venidera. Si
bien la Ilustración
no fue una causa aislada de la
Independencia , en parte de su historia; proveyó algunas de
las ideas que la informaron y constituyó un ingrediente esencial del
liberalismo hispanoamericano en el período de la post independencia…
En marzo de 1808 una revolución palaciega obligó a
Carlos IV a exonerar a Godoy y a abdicar en favor de su hijo Fernando. Los
franceses ocuparon Madrid y Napoleón indujo a Carlos y a Fernando VII a
desplazarse a Bayona para discutir. Allí el 5 de mayo de 1808, obligó a ambos a
abdicar y al mes siguiente proclamó a José Bonaparte rey de España y de las
Indias…
En América estos sucesos crearon una crisis de
legitimidad política y de poder. Tradicionalmente la autoridad había estado en
manos del rey; las leyes se obedecían porque eran las leyes del rey, pero ahora
no había rey a quien obedecer.
Esta situación también planteó la cuestión de la
estructura del poder y de su distribución entre los funcionarios imperiales y
la clase dominante local. Los criollos tenían que decidir cuál era el mejor
medio para preservar su herencia y mantener su control. La América española, no podía
seguir siendo una colonia si no tenía metrópoli, ni una monarquía si no tenía
un rey.
- Para poder armar el tema, escribe cuáles fueron las causas, según Lynch. que provocaron las revoluciones en Hispanoamèrica.
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